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domingo, 4 de mayo de 2014

Sucede

Sucede que mañana es lunes. Pero la verdad es que no es un lunes cualquiera: es el primer lunes de mayo.
El primer domingo de mayo tiene su encanto porque es el día de la madre. El primer lunes de mayo, y mira que dista tan poco entre uno y otro, carece de todo encanto: es el comienzo del final.

Uno nunca sabe cómo van a ser los finales. Los hay alegres, tristes, esperados, pausados. Los hay para todos los gustos y eso que nunca llueve a gusto de todos. Sucede con los lunes que son un tipo de principio de final que no suele gustar a casi nadie. Sucede con los lunes que a medida que nos adentramos en ellos vamos construyendo, piedra a piedra, el muro de un túnel que ha quedado obsoleto y debe ser clausurado.

Una vez acaba el lunes sucede que llega el martes y éste, al no ser el primer día de trabajo, resulta menos pesado: ya no duelen las rodillas al agacharse a coger las piedras ni quema la piel bajo el sol.

Sucede, por otra parte, que cabe la ilusoria posibilidad de que nunca llegue el lunes. Tal vez podríamos prolongar un poco el día y posponer indefinidamente ese comienzo del final que nos espera ansioso en la siguiente hoja de la agenda.

Pero seamos realistas. Cuando me vaya a dormir el lunes estará todavía más cerca que ahora. El principio del fin. 
Tal vez sea un lunes de noticias en buzones, como las que recibió la mujer:

«He perdido el camino, hoy no llego a cenar»

viernes, 16 de agosto de 2013

De la casa o las últimas consecuencias.

Para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando  -luego-  callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.
                                 Ángel González 

Si yo fuera Dios o si pudiese hilar hoy más de dos palabras, escribiría sobre lo trágico que esconde la casa de alguien que se ha ido y no se ha llevado nada consigo. De lo precipitado de contemplar la ausencia de vida -no solo de la persona, también de la casa- y de ver como las sábanas blancas van cubriendo primero a la persona, sin pararse en las orejas como cuando te arropan en invierno, sino también los ojos y la cara (y de cómo la tanatopraxia  ya no tiene gracia ni quiero ser una Fisher), y poco a poco las estanterías, las sillas los armarios, hasta convertirse en fantasmas o en cadáveres que ningún coche fúnebre se llevará jamás. De cómo las cosas no se perderán como los recuerdos porque nadie ya quiere quedárselas ni buscar en ellas tu reflejo ni tus huellas en el polvo que las cubre.

De cómo la última, y peor, consecuencia del consumismo es el qué hacer con las cosas de la persona muerta.

martes, 12 de febrero de 2013

La raya azul celeste.

Hace ya tiempo que no me duermo ni me despierto con aquellas ganas de llorar tan ásperas y tan amarillas y me da un poco de miedo, por si vuelven de repente y me pillan desprevenida.

Ya no uso aquel rimmel waterproof y a veces, cuando viajo o cuando sé que voy a verle, me pinto una raya azul celeste muy muy fina, sobre las pestañas, y mis párpados se vuelven mariposas y yo creo que vuelvo a ser una niña en una ciudad nueva.

A veces no le he visto, y la metamorfosis de mis párpados se ha quedado a medidas, derritiéndose la línea casi imperceptible a última hora y desdibujándose contra el dorso de mi mano cuando llego a casa.

Una vez, las manos de alguien en mis hombros consiguieron levantarme del suelo y dejó de dolerme el resto del cuerpo tras una mala caída. Una vez, un moratón en el muslo estuvo hablándome de ti más de una semana cuando ya te habías ido y ahora ya no duele, ni habla, ni me arden las mejillas a las ocho de la tarde. 

Siempre he odiado las negativas y la trágica connotación de los noes, pero de vez en cuando me planteo si alguna vez volverá a ser por ti y me asustan todas las respuestas posibles. Pero ahora, ahora mismo, no. Y es trágicamente perfecto.

martes, 27 de noviembre de 2012

Llevarme puesta o de por qué no hay que regalar libros.

No regales libros. No me regales libros jamás, ni por amor, ni mucho menos sin amor. No regales libros por Navidad, por cumpleaños, por compromiso, por gusto ni por San Jorge. Regala flores. Regálame flores, sólo me harán acordarme de ti unas horas. Cuando regalas un libro, te están leyendo a ti. Eres tú el que duerme en la mesilla, a los pies de la cama, olvidado en una estantería u oculto y polvoriento en una despensa o en un trastero. Cuando regalas un libro, mereces que doblen las esquinas de esa imagen de ti que es el libro, que te doblen a ti y que marquen el pliegue con la uña como un día repasaban con mimo tus facciones. Cuando cometes una imprudencia así, mereces que olviden en un banco o en un bar o en un aeropuerto ese apéndice de tu cuerpo del que decides desprenderte. Cuando estás dispuesto a que te odien en cada página cuando sólo quieran olvidarse de ti, mereces ir en el mismo bolso que la botella de agua mal cerrada el día que tenga que correr para coger el bus y morir ahogado, tú, o tu libro, rodeado de mis cosas.

No regales, no me regales libros, porque será como tenerte eternamente en la estantería, o en la mesilla, o como verte en cada biblioteca. Como leerte en cada página.

No me regales camisetas, porque será como llevarte puesto.

No vuelvas a llevarme puesta, por favor.


domingo, 2 de septiembre de 2012

Sentirse Beatriz o de mi segundo amor platónico.



No tenía rastas, ni guitarra, pero sí un acento que me ponía los pelos de punta, o más bien un deje madrileño que lo hacía sonar todo diferente. Yo tampoco tenía ya mi recta melena negra: ahora era yo la de las rastas, las camisetas rasgadas y las ideas menos claras de lo que creía. Me enamoró con sus historias de un país no tan lejano, de un aquí y ahora, con una mirada de complicidad desde su juventud tardía, desde una distancia prudencial hacia lo desconocido, desde un rincón de Cádiz que pensé que le pertenecería a aquél que nunca llegó a ser. Me hizo sentir Beatriz sin saberlo, sin querer. Me enamoró desde la primera, la segunda, la tercera y la cuarta, las puntas, desde detrás de una barra y desde el asiento del conductor de un coche muy muy sucio, como las tablas, mis sábanas, la alfombra.
Me miraba desde la altura, las zapatillas de deporte, luego las puntas, luego descalza. Los pantalones estrechos, las camisetas cortas, el pelo cogido con un pañuelo. Probablemente el pelo más bonito que hayan visto nunca las calles de Madrid, de Londres y de ahí donde ella habite. Me miraba con confianza, con años de ventaja, con la conciencia tranquila y con un otro deje de amor por su parte, más por la mía, con la tranquilidad de quien crea algo y con la inquietud de ¿tal vez? estar yendo demasiado lejos, de quien enseña, de quien no llama, ¿para qué? tampoco le echo tanto de menos.
No tenía una sonrisa enorme, ni deslumbraba, ni irradiaba, ni te daba vida con solo mirarte. Pero sí la experiencia de quien sabe hacer, de quien cuida y de quien abraza sin tocarte. Fluía. A nivel suelo, tierra, aire, como ninguno de los demás supimos hacer. Moldeaba y te dejaba hacer, buscaba la trampa, la salida, el camino fácil.
Y después de un tiempo uno aprende que si es demasiado hasta el calorcito del sol quema y aprende que lo bonito es fácil, o que lo fácil es bonito. Que la preferencia por lo difícil no es más que un resto del amor adolescente o de la pertenencia infantil o de un sueño condenado al fracaso, que no gusta, sino cansa, abruma, pervierte y ahoga. Que, al final, ¿para qué?




Aquel tipo me gustaba. Habría podido acostarme con él y entonces probablemente no habría existido Cat, y quien sabe, quizá hubiera terminado por convertirme en una chica como tantas otras, femenina y heterosexual. (...) Su insistencia, su sentido del humor, su amabilidad habían conseguido conmoverme. Yo puedo amar a hombres y mujeres, no distingo entre sexos. Los niños van de azul, las niñas de rosa. Rosa es el color de los afectos, azul el de los uniformes de trabajo. Monos de mecánico, trajes de azafata. Azul. Corbatas de ejecutivo, bolígrafos para hacer cuentas. Rosa. Cubiertas de novela romántica y cajas de bombones. Los hombres son racionales y las mujeres sentimentales. Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos patucos rosas. Ya eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y coletitas. Cumples catorce. Tu primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los chicos en la parada del autobús. No corres los cien metros. No escuchas heavy metal. Ya eres una cretina. (...)
Cada delicado detalle de mi cuerpo puede ser interpretado o reinterpretado, según quiera ser mujer o persona. Mi vagina puede ser la puerta del placer o de la vida. Mis pechos, fuente de leche o puntos eróticos. Mi ombligo perforado puede ser un reclamo o la señal de una conexión futura entre mi vida y la de otro que dependerá de mí. Mi cuerpo, con un feto dentro, ¿estará pleno de vida o simplemente invadido, deformado y destruido? 
Beatriz y los cuerpos celestes, Lucía Etxebarría 


julia

domingo, 13 de mayo de 2012

Nada de intrusos en el paraíso.


Je suis le gardien
du sommeil de ses nuits


Desde lo alto del muslo izquierdo me susura un "sigo aquí, no me olvides" que me quita las ganas de vivir y la vida entera, y muero por ti, que je l'aime a mourir. Así, en francés, no en inglés. No soy moderna, soy romántica, de las que llevan un vestido que deja asomar un pequeño error del tamaño de la cabeza de un tornillo y que habla, que me dice "sigo aquí, no me olvides" y que me hace tirarme de la falda y cruzarme de piernas, ahogarlo entre ellas como hice ya tantas veces.
Hay personas que son muchas, y por eso mi cama es grande aunque esté vacía y una almohada paralela a mi llena ese vacío. Y tu sofá, de uno y justo: nada de intrusos en el paraíso. Ancha de corazón, y demasiado, somos ¿fuimos? tres, cuatro, cinco. Innecesarios, maravillosos, justos, simultáneos.
Llevo vestido, precioso, además. De romántica. ¿Lo soy? Hace tiempo que olvidé qué era y qué no. ¿Me lo quitas? No, déjalo. Ahora, despacio. Poco a poco. Ahora si, hay todo el tiempo del mundo.
Y, escapista como sabe ser, como sabe que debe, va desapareciendo poco a poco y el color morado es cada vez más claro, y luego amarillo, y luego desaparece, escapa, huye. Fiel o infiel, qué más da. Incumpliendo su primera promesa ya puesta por escrito, negro sobre blanco, impreso en arial 12 en un martes 13. La primera, las demás. Y eso si, qué más da.

julia.

martes, 6 de marzo de 2012

Anticipa

El te quiero que se pierde entre los pitidos y que solo recibe como respuesta "Duración de la llamada: 18:27"

sábado, 11 de febrero de 2012

Café.

Báilame el agua. Úntame de amor y otras fragancias de tu jardín secreto. Sácame de quicio. Hazme sufrir. Ponme a secar como un trapo mojado. Lléname de vida. Líbrame de mi estigma. Llámame tonto. Olvida todo lo que haya podido decirte hasta ahora. No me arrastres,no me asustes. Vete lejos, pero no sueltes mi mano. Empecemos de nuevo. Toca mis ojos. Nota la textura del calor. ¿Por cuánto te vendes? Píllate los dedos y deja que te invite a un café: caliente, claro y sin azúcar... sin aliento.
Báilame el agua

Caliente, claro pero con mucho azúcar. Blanco o moreno, me da igual. Que edulcore la vida. Que edulcore las mañanas y tardes que he pasado delante de una taza de café con leche, sentada en cualquier bar pero siempre al lado de la ventana, donde me dé el sol o me den las luces de las farolas de Zaragoza, que brillan tanto que no dejan ver las estrellas. De tardes o mañanas sola frente al café, con un boli y el cuaderno, escribiendo cosas de esas que nunca verán la luz o haciendo garabatos o escribiendo mi nombre al lado del de algún inocente desafortunado. Que empecé a tomar café por amor. Y todo lo que empieza por amor, acaba bien. Y si acaba mal es que todavía no ha terminado.

julia
 

miércoles, 1 de febrero de 2012

Sobre las rastas o de mi primer amor platónico.

Él tenía unas largas rastas que le llegaban hasta el culo y las ideas muy claras. Yo, una recta melena negra que desprendía destellos violetas bajo un sol centroeuropeo. Era alto, moreno, grande como su sonrisa. Con ese acento que te ponía los pelos de punta desde un rincón de Cádiz. Érase una sonrisa a unas rastas pegada. Eterno fan del chándal y la riñonera, el chaleco, el sombrero con un clavel muy rojo, las amapolas. Participaba(mos) del amor más libre, más platónico y más perfecto que jamás se haya llegado a ver. Se le veía enorme como es, subido en ese montón de propósitos. Enorme cuando tocaba palmas, cuando rasgaba las cuerdas de la guitarra, cuando dedicaba versos a diestro y siniestro. Gigante cuando mirábamos las fotos, cuando me hablaba de sus sueños e intenciones, cuando me dio el beso en la mejilla para que dejase de llorar. Grande como su corazón y sus rastas. Como lo que me enseñó sin querer, como la lucha contra el asfalto y el patriarcado, la injusticia, el olvido y, sobre todo, contra la tristeza. Con esa sonrisa enorme, gigante como él.
Lo hubiese cambiado todo por recibir sus versos y sus palmas y su mirada abriéndose camino entre mi sudadera. Por contagiarme de su optimisto que me dejó en forma me energía biopoética, de verde que te quiero verde, de cómo no ser feliz si te he conocido, de arena blanca, de edukadores. De cómo no ver las cosas como tú: preciosas, enormes.
Y aprendes que la belleza, que el amor -aun platónico-, que la vida y el (en)sueño no se esconden en el culo de una botella de whisky ni en unas lágrimas amargas por lo perdido, ni en la gente triste. Ni en el asfalto ni lo acrílico, ni el plástico, ni la prosa oscura. Pero que tal vez sí en el césped, en las cuerdas de una guitarra aunque sea en mp3, en la poesía y en comerte el mundo. En unas rastas, tal vez. Y si no es ahí, llegará. Entre versos y sonrisas, como llegan todas las cosas bonitas.

enamor.arte con arte
julia

sábado, 28 de enero de 2012

noches como esta.

En noches como esta, de premonzoneo, de dolor de cabeza, de ritmo cardiaco estable, lo mejor sería cerrar ya el ordenador e irme a la cama con Marsé, con Últimas tardes con Teresa que junto a Rayuela, Factótum y La clase, estrena mi carné de la biblioteca municipal de Zaragoza.
Y es que voy haciendo mia esta ciudad. Con mi calle, mi barrio, mi biblioteca, mi cafetería, mi banco del parque, mi eroski predilecto, mi parada del bus, mis exámenes y mis cartas en mi buzón con mi nombre. 
Mis cosas, mis circunstancias y mi ritmo cardiaco estable, mi encefalograma activo y mi normalidad. Mi cauce.
Desde la estantería me miran Julia y el verano muerto y Julia y la voz de la ballena, pero si Álvaro Ortiz me conociese ahora dibujaría y escribiría Julia y su casa de Siberia. Soy digna de un Julia y... últimamente.

Y, ahora si, Marsé y Teresa me esperan en mi cama.
julia

viernes, 20 de enero de 2012

El helado de fresa

Hablé de un helado de fresa, de mi casa, de la venganza. ¿No hay helados nata-fresa, amor-odio, dulce-amargo, hola-adiós, cerca-lejos, siempre-nunca...? Millones de dicotomías, aunque frívolas, Saussure no estaría orgulloso. Del amor, lo dulce, "hola" y el siempre cerca frente al odio, lo amargo, el adiós, que no es la palabra más bonita, porque nunca puedes estar seguro del regreso, que estés lejos, este nunca, que no esconde un ojalá. Pero, ¿nata-fresa? Dime tú cual es el bueno, porque yo no lo encuentro. En mi congelador solo hay helado de chocolate y de vainilla. Y ninguno de los dos lleva venganza.

Y, vuelvas o no, hay fiesta en la cocina.

julia

miércoles, 4 de enero de 2012

If you are not nervous and it's not hard, then isn't worth.

Las noches eran horribles en aquella casa. La luz amarilla, más propia de un ascensor que de una sala de estar, creaba sombras horribles, no solo de los objetos, y las proyectaba contra ella.
Su -muy escasa- rutina diaria transcurría con normalidad. Procuraba pasar todo el tiempo posible en compañía o, al menos, fuera de ahí. Pero al llegar la noche, cuando tocaba dejar el bolso, ponerse las zapatillas de estar por casa y cocinar, para uno solo, una cena absurda e hipercalórica que comer embobada frente a la tele, entonces sabía que en una casa tan pequeña no había escapatoria, no había un ricón para ocultarse ni un resquicio de armonía.
Si su vida fuese una novela escrita en tonos grises cada noche bebería whisky carísimo, a pequeños sorbitos, y se quedaría dormida en el sillón hasta que en plena madrugada el dolor de cuello la despertase y le obligase a caminar, aun en ese extraño trance entre borracha y dormida, hasta la cama.
Pero, afortunadamente aunque menos interesante, su vida no era ninguna novela. Tan solo en ocasiones rozaba en cuento de hadas, cuando no precipitaba hacia la categoría de chiste malo o broma macabra, en el peor de los casos. Cambiaba los 46% del whisky por las 500 calorías del chocolate y no tenía ningún gato que le saltase al regazo en mitad de la noche ni los periódicos viejos se amontonaban en el suelo. No leía hasta quedarse dormida porque su cabeza iba ahora más rápida que sus ojos, que saltaban de la impecable times new roman tamaño 12 a los reglones no tan impecables de su vida, sus actos y de sus contraactos. Las noches se prolongaban tanto que juraba ir al día siguiente a la farmacia a por una caja de dormidinas que tomarse puntualmente cada día a as 11.30, pero como toda decisión fruto del insomnio era olvidada hasta la madrugada siguiente, porque todo el mundo lo sabe: nada bueno ocurre a partir de las 2 de la madrugada. Y en sus noches, sus madrugadas, nunca nunca ocurría nada bueno.


A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos. 
JGDB

jul

viernes, 23 de diciembre de 2011

Puedo -no- escribir los versos más tristes esta noche...

...porque lo mio es la prosa.

Hoy puedo escribir(te) con unos grados de más en el cuerpo. Con José Cuervo caminando por las venas con mi sangre y él no es precisamente Kutxi ni Robe ni Fito. Decir(te) que me pesan los kilómetros y las horas, y que me pesan los kilos... pero más me pesan las miradas.
Contar(te) que tú juegas conmigo y que yo... Yo nada   [EDITO] Yo te devuelvo la jugada. 


Todavía no es Navidad.

martes, 29 de noviembre de 2011

a fucking disciple of a fucking poet.

Me prometo mentalmente escribir sobre muchas de las cosas que me inspiran pero todo es agua de borrajas.
Hoy es distinto. Hoy tengo tiempo y ganas. Y necesidad, podría decirse. Hoy me arden las palabras en la yema de los dedos aunque no consiga hilvanar dos proposiciones decentes.


Hoy en teoría de la literatura, con the fucking poet Saldaña, hemos vuelto a un tema que me llama la atención desde hace tiempo.
Cuando escribo (o simplemente cuando pienso en escribir) hay un gran, grandioso porcentaje de realidad, de mi realidad, en mis palabras. Puedo disfrazar nombres, situaciones, sentimientos y finales, pero hay un trasfondo enorme que me recuerda que esa sigue siendo mi historia, que sigo anclada a la realidad. Lo más fácil es pensar que eso es de mal escritor (no con ello intento justificarme). Ya lo decía Goya: si hago un retrato de mi perro, no tengo una obra de arte. Tengo dos perros.
Pero ¿qué te hace pensar que grandes escritores cuya fama nadie cuestionaría no hacen exactamente lo mismo? ¿Qué sabes tú de un campo de trigo de su vida para afirmar que no es esa misma, disfrazada con otros nombres, lugares, tiempo y caracteres?
Nadie. Nada. Porque no lo sabemos. Porque una amiga puede leer cualquiera de mis entradas y decir "ya, claro, qué bonito que es, qué bien escrito, pero no es más que lo que le pasó el sábado". Pero un desconocido podría leerlo y llegar a una conclusión bien distinta, por el mero hecho de no conocerme.

¿Qué que quiero extraer de todo esto? No sé. Pero vuelvo al principio. A una frase que leí hace mucho, muchísimo, a que nadie puede crear de la nada salvo Dios. Y esto mismo, o algo muy parecido, he entendido hoy en clase. La intertextualidad. La filosofía de Batjin. Para Machado, un palimpsesto. El escritor, como cualquier artista, se alimenta de lo que lee, oye, ve, siente, vive, percibe. ¿De qué sino?

Tengo ganas de profundizar en el tema. Hoy me siento a fucking disciple of a fucking poet. 


miércoles, 19 de octubre de 2011

Vejez.

El hombre con zapatos de piel, que rondará los 70, bien vestido. Con el gorro negro que lleva bordado una hoja de marihuana tricolor, mas rasta que republicana. Que rehusa la prioridad de los asientos azules del bus urbano.
El señor que pasaba horas sentado en el estanco, con la camiseta de nike y las adidas con doble nudo que sus hijos le habrían comprado, el pantalón de chandal alto, pero que apenas puede caminar. Observando durante horas, con cara de quien no lleva el luto solo por dentro, como la gente entra y sale, a una velocidad trepidante, del comercio, el mundo, la vida.
La anciana que acaricia un gato que descansa sobre su regazo en el anuncio del reportaje de la sexta, tratándolo con igual mimo que al nieto que apenas la visita.
El estudiante nonagenario de mi carrera, quien, bastón en mano, recorre de lunes a miércoles el camino hasta el aula 502 de interfacultades, con la tranquilidad del que sabe que le sobra el tiempo, pero siempre puntual.
La señora Julia, que vivía en el piso de arriba cuando yo era pequeña, asidua del ascensor y del saludo cariñoso.
Aquel, o aquella, que dormía anoche en el cajero, dejando entrever apenas una frente arrugada entre su gorro y la manta.
Tomás, que esperaba en el centro de historia a que las chicas de la residencia lo recogiesen otra vez. Él, que preocupado, hacía de tripas corazón y se levantaba, asomándose a la puerta, por si le habían olvidado. Quien no concibió aguardar cinco minutos más sentado con dos desconocidas de un pueblo cercano al que era suyo hace ya más de 90 años.
Aquel abuelo, enfermo, ajado, en el que reconocer rasgos del tuyo y lamentarte por el paso del tiempo, por tener que rebuscar en tu memoria con tanta fuerza para recordar su tacto y, aun así, encontrar tan solo un ápice de lo que esperabas.

Inocencia, consuelo, soledad.

jul.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven

Seguidamente ella añadió: <<¿Conoces una vieja canción que dice  "Si tú me dices ven lo dejo todo"? >>
Volví a afirmar en silencio; no me salían las palabras, la emoción me tenía atrapado. Mi garganta era incapaz de crear sonido alguno.
Ella continuó: <<Pues siempre he creído que a esa canción le falta algo... Debería ser: "Si tú me dices ven lo dejo todo... Pero dime ven">>
Albert Espinosa

Recién comprado y leído.
Esta novela de Albert Espinosa parecía llamarme desde el escaparate de La Casa del Libro, donde entré para comprar (otra vez) Señora de rojo sobre fondo gris.
Me ha encantado la historia de este enano con cuerpo de gigantón, sus diamantes y perlas, los faros, Izan... Pero también el título, el formato, la portada. Todo. Aunque no puedo ser objetiva.

Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven

Es una afirmación muy drástica. ¿Lo dejarías todo si alguien te dice "ven"? Yo, sí. Capaz de cruzar medio mundo si me dice "ven". ¿Demasiada dependencia? Tal vez.
Pero no puedo evitarlo, no puedo decir no a según que cosas, aunque sé que debería.

Eso sí, lo dejo todo. Pero sólo si me dices ven.
julia.

sábado, 9 de julio de 2011

Rojo

—¿Conoce usted esos días en los que se ve todo de color ROJO?
—¿Color ROJO? querrá decir negro.
—No, se puede tener un dia negro porque una se engorda o porque ha llovido demasiado, estás triste y nada más. Pero los días ROJOS son terribles, de repente se tiene miedo y no se sabe por qué.
 Desayuno con diamantes.


Unos zapatos rojos. Tiene que ser precioso tener unos zapatos rojos. Son como muy de película, no?
Zapatos rojos y brillantes, cómodos, desgastados, un poco sucios pero sin resultar asquerosos. Zapatos de confianza, de los que te pondrías para una entrevista de trabajo si pudieses, de los que te pones incluso con aquella que blusa que no es roja pero casi. Zapatos multiusos, ligeros, que caben en el bolso. Zapatos rojos y perfectos que te sentarían siempre bien, aunque engordes 10 kilos los zapatos siempre sientan bien. De esos que te hacen sentirte segura, que te hacen sentirte una chica y no un hongo, que son de la temporada pasada o de hace dos, con el lazo o la hebilla apunto de decir adios para siempre.
Los zapatos que protagonizarían un cortometraje. Zapatos de una chica cualquiera de entre 18 y 20 años de pelo largo e ideas confusas, fumadora de la marca más barata y con las uñas mal pintadas, a veces rojas, a veces de un color absurdamente brillante y que no puede mirarse directamente. 
Unos zapatos para llevar con vestido corto, pantalón largo, falda de tiro alto y con medias tupidas, sin medias ni tiritas en verano. Zapatos y bolso a juego, que dejen entrever cierto aprecio por tí misma más allá de tus uñas mal pintadas y del enredón en el mechón de pelo que no llegas a peinarte.
Zapatos viejos, con experiencia, viajeros. Rojos. A juego con el bolso, la americana, tus labios o el color de las uñas de los pies que no se ven. Rojos. Definitivamente rojos.

lunes, 28 de febrero de 2011

Parejas.

Te planteas si el mundo está hecho para parejas o son las parejas las que crean el mundo. Todo está lleno de trampas para la soledad de ser uno solo. Piensa en la cremallera del vestido que no consigues subirte sola. Imagina no tener que ser tú quien te aparte el pelo de la cara cuando hace aire o cuando un mechón se cuela en tu café. La música no está hecha para ser bailada en soledad, y mucho menos en la soledad de un cuarto o de una discoteca. Por eso, bailar es buscar alguien en quien apoyarse. No se concibe un baile solo, sin una mirada, sin complicidad, aunque sea con el espejo que te mira con tu sugerente aspecto de ir por casa. Por eso aquel que no baila ansía la soledad de la compañía común. Todo se basa en parejas que no existen. Las trampas aparecen donde menos te lo esperas, tan intrínsecas y obviadas, aunque sea en la comida que se quema mientras estás en el baño y desearías se omnipresente para apagar el fuego y no salir corriendo sin haber tirado de la cadena. Para no tener que incorporarte en la cama para alcanzar la botella de agua cuando tienes mas sed que vida y es inútil murmurar un "pásamela". Cuando te encuentras entrando a una tienda, o una biblioteca, o en tu propio portal y la puerta parece pesar tanto como las bolsas que llevas y que no quieres dejar en el suelo... 

sábado, 19 de febrero de 2011

Si tienes que desplomar toda tu culpa en algun sitio, hazlo en aquello que te hizo olvidarte de volar.

Que todas tus lágrimas caigan sobre el momento en el que sentiste que tus alas pesaban más que tú y que la cordura y la consciencia eran tus únicos medios de vida. 
Descarga tu rabia sobre los cristales de los escaparates que albergan sus sonrisas y complicidades siempre a un palmo por encima de tu absurda e inflamada cabeza, saturada de pensamientos impropios de aquella de ojos claros que nunca quiso cambiar el azúcar por sacarina y que sin embargo ahora cuenta con los dedos las unidades de calor suficientes para elevar un grado centígrado un centímetro cúbico de agua. Grítale a la pantalla si es necesario y olvidate de rezar: ella te escuchará todo el rato que necesites, pero no podrá abrazarte, ni podrá darte un beso en la cabeza "como a mis hijos".
No intentes olvidar. No lo vas a conseguir. 
Todos tenemos un mecanismo que hace que nuestros malos recuerdos se revaloricen con el paso de los años y que cada día parezcan peores que el anterior. Hasta el día en que pareces olvidarlos, pero solo los guardas un poquito más al fondo de tu alma. 
Llora hasta que tus ojos estén igual de secos que tu alma y quédate dormida abrazada al frasco de antidepresivos que sigue con el precinto puesto y que permanecerá así eternamente. 

Y mañana, cuando despiertes, asegurate de no mirar por la ventana para que nada te arruine la sorpresa de si está nublado o de si ha salido el sol, que por lo menos te lleves esa sensación del golpe de frío en la cara antes de cubrirte con la palestina...

domingo, 23 de enero de 2011

Hoy...

hoy quiero contar una cosa que nunca le he contado a nadie. No es que la ocultase, es, simplemente que no la sabía, y si no se una cosa, pues no puedo contarla. 

Ayer me di cuenta de que conozco mejor a las palabras que a las personas. Que son las palabras que me imagino que dirían las que recuerdo más que las que en realidad dicen. Si vosotros, lectores, fueseis algún tipo de anuncio capta idiotas con carecias afectivas me diríais: eso es que tienes mas desarrollado el lado izquierdo del cerebro.. que las capacidades afectivas blaaaaaaaaaaaaaa.. que las circunstacias personales blaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa.. y ese tipo de cosas.
 Pero resulta que no lo sois. 


Cambiando de tema, de lado, de hemisferio, quiero contar una cosa. Yo, al revés de lo que me imagino que hace la mayoría de la gente, no extraigo las frases bonitas de una película. Extraigo las frases bonitas del limbo de las frases de películas y luego decido ver la película. ¿Puede ser que haya alguna película que me merezca la pena ver y que no tenga ninguna frase bonita? Quién sabe. Es como comprar un rasca y gana, llevarte el premio gordo y luego leer en el encabezado de tu boleto a qué estas jugando. Actuar antes de pensar? 


Me voy con mi filosofía a la ducha!
~jul