lunes, 23 de febrero de 2015

Mis sábanas moradas tenían manchas que parecían constelaciones.

Mis sábanas moradas tenían manchas que parecían constelaciones.


Me gustaban esas manchas que no salían en la lavadora, me recordaban las noches que pasé acompañada, y esos finos puntitos blancos distaban mucho de la horrible mancha amorfa que suele dejar el descuido, tal vez porque si algo caracterizaba esa vía láctea es que era fruto del más absoluto interés en su proceso, de una entrega total, de un desvivir por crear esa galaxia sobre mis sábanas o sobre mi vientre.

El jueves por la tarde hacía sol y aire. Tendí las sábanas balcón abajo, saltándome la normativa municipal, el sentido común y la ley no escrita de no dejarlas tendidas toda la noche. Me quedé dormida en el sofá, viendo cómo el viento las agitaba y cómo se movían mis sábanas siendo casi un maremoto de olas moradas.

El sábado por la tarde seguía haciendo aire pero ya no hacía sol y la sobrexcitación de la espera me recordó la existencia de mis sábanas, tendidas, frías y secas. Cuando salí al balcón, la sábanas ya no estaban. Tampoco en la calle ni en el portal, ni quedaba un solo rastro de ellas y de las constelaciones que albergaban.

jueves, 5 de febrero de 2015

El término.

Hoy me he levantado y no tenía ganas de salir de la cama. Durante unos segundos, he confiado en que me volvería a dormir y que las horas pasarían ahí fuera sin esfuerzo, sin que me diese cuenta. Poco después he recordado que tenía que tomarme el antibiótico y recoger la ropa tendida si no se la había llevado el cierzo. Así que he salido de la cama y me he puesto calcetines gordos y he contemplado como mi salón, antes nuestro, era el reino del caos y el desorden. 

He recordado, además, que además este es el último día de las vacaciones que me obligaron a tomar y que todos mi planes se reducen a estar en casa, a recoger, a preparar el mañana, a esperar ese viernes con sabor a lunes y a desear, una vez más, no tener, no querer salir de casa.

Me duele la cabeza. Creo que es por las pastillas nuevas, que me sientan mal, que hacen que mi sangre circule más despacio y que sonría constantemente y no llore tan a menudo. Las cosas parecen más ligeras, más sencillas ahora. Los pasos en el piso de arriba no suenan tan fuertes y cuando duermo no tengo pesadillas: solo sueños extraños, parodias de lo que ha pasado, con escenarios nevados o playas desiertas o habitaciones con papel de flores en las paredes.

No sé si estoy tomando antidepresivos o la pastilla del cliché. Mi cabeza vive en una comedia romántica pero nadie sonríe cuando llego a casa, me quito los tacones, dejo el bolso en el suelo y me meto desnuda en la cama.

Las cortinas se mueven aunque las ventanas estén cerradas. Se oye silbar el aire y siento pena de los que están ahí fuera, sujetando con fuerza los papeles y apartándose el pelo de la cara. Mañana seré una de ellos, una más entre la gente que luche contra el cierzo y, después de mi cita médica de los viernes, despeinada, entraré en la oficina y les daré los buenos días a todos, sonriendo, pletórica, como si no llevase meses fuera, como si tú no te hubieras ido para no volver hace ya tres meses y once días, en una bonita y soleada mañana de septiembre, ladera abajo, hasta hacerte mil pedazos contra el suelo.


[Esta entrada concluye una serie, un relato que comencé hace tiempo. En su conjunto todavía no tiene título. Habla de las pérdidas, porque en este blog no sabemos hablar más que de perder, pero no deja de ser bonito. Recordad que es ficción. Que lo que me pasase de verdad no lo escribiría aquí. Lo pondría en twitter.]

- julia