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lunes, 16 de marzo de 2015

La sirena.



Deja que te diga, nena, 
que lo nuestro no es equitativo, 
todas las noches que estoy contigo
tú eres quien come, yo soy comido. 


Despertó en una cama desconocida en la más profunda oscuridad. Alguien no ajeno a ella se levantó de su lado y sin palpar los muebles abrió la hoja de la ventana. Ella siguió haciéndose la dormida mientras el sol quemaba ahora cada centímetro de su piel y luchaba por traspasar sus párpados. El hombre, silencioso, se puso unos pantalones y cogiendo la sábana del suelo cubrió el cuerpo desnudo de ella, que seguía boca abajo, fingidamente dormida. 

Alguien llamó a la puerta y ella hizo un esfuerzo por no sobresaltarse y verse obligada a salir de aquella cama. Él la abrió y murmuró un leve "no hagas ruido, tú". Alguien entró en la habitación, y al recoger aquello que venía a buscar, aprovechó para situarse al lado de ella e intentar verle la cara. Ella abrió los ojos por un segundo, deseando fusionarse con las sábanas y desaparecer para siempre de esa cama y de esa habitación con demasiada luz, pero no consiguió reconocer a la figura que, de pie, la miraba con interés. La mano del segundo desconocido tocó la sábana que la cubría. "Eh, déjala", dijo el otro. "Parece una sirena", murmuró. "Sí, Ariel, no te jode. Vete, hostia". 

Ella decidió revolverse entre las sábanas y en su movimiento, poniéndose de lado, se tapó la cara con el antebrazo, como si el sol realmente la molestase o como si en sueños hubiese adquirido una renovada vergüenza. Se preguntó cuántas horas podría permanecer quieta, en la misma postura, si se lo proponía. No tenía ninguna prisa por salir de esa cama porque no le apasionaba la idea de enfrentarse a la realidad y de mirar de frente esos ojos que anoche solo miraba desde arriba.

El hombre se encendió un cigarro junto a la ventana entreabierta y desde fuera de la habitación llegaban los sonidos de la vida doméstica, de platos y cubiertos que chocaban, puertas que se habían y cerraban y electrodomésticos que convivían con la cotidianidad de los habitantes de aquella casa. "A ver qué hago yo ahora con esta" murmuró él. Y ella se encogió de hombros con fingido deje onírico.

jueves, 5 de febrero de 2015

El término.

Hoy me he levantado y no tenía ganas de salir de la cama. Durante unos segundos, he confiado en que me volvería a dormir y que las horas pasarían ahí fuera sin esfuerzo, sin que me diese cuenta. Poco después he recordado que tenía que tomarme el antibiótico y recoger la ropa tendida si no se la había llevado el cierzo. Así que he salido de la cama y me he puesto calcetines gordos y he contemplado como mi salón, antes nuestro, era el reino del caos y el desorden. 

He recordado, además, que además este es el último día de las vacaciones que me obligaron a tomar y que todos mi planes se reducen a estar en casa, a recoger, a preparar el mañana, a esperar ese viernes con sabor a lunes y a desear, una vez más, no tener, no querer salir de casa.

Me duele la cabeza. Creo que es por las pastillas nuevas, que me sientan mal, que hacen que mi sangre circule más despacio y que sonría constantemente y no llore tan a menudo. Las cosas parecen más ligeras, más sencillas ahora. Los pasos en el piso de arriba no suenan tan fuertes y cuando duermo no tengo pesadillas: solo sueños extraños, parodias de lo que ha pasado, con escenarios nevados o playas desiertas o habitaciones con papel de flores en las paredes.

No sé si estoy tomando antidepresivos o la pastilla del cliché. Mi cabeza vive en una comedia romántica pero nadie sonríe cuando llego a casa, me quito los tacones, dejo el bolso en el suelo y me meto desnuda en la cama.

Las cortinas se mueven aunque las ventanas estén cerradas. Se oye silbar el aire y siento pena de los que están ahí fuera, sujetando con fuerza los papeles y apartándose el pelo de la cara. Mañana seré una de ellos, una más entre la gente que luche contra el cierzo y, después de mi cita médica de los viernes, despeinada, entraré en la oficina y les daré los buenos días a todos, sonriendo, pletórica, como si no llevase meses fuera, como si tú no te hubieras ido para no volver hace ya tres meses y once días, en una bonita y soleada mañana de septiembre, ladera abajo, hasta hacerte mil pedazos contra el suelo.


[Esta entrada concluye una serie, un relato que comencé hace tiempo. En su conjunto todavía no tiene título. Habla de las pérdidas, porque en este blog no sabemos hablar más que de perder, pero no deja de ser bonito. Recordad que es ficción. Que lo que me pasase de verdad no lo escribiría aquí. Lo pondría en twitter.]

- julia

jueves, 11 de diciembre de 2014

El comienzo.

Nunca nos dijimos ni una sola mentira. Cuando la conocí no le hablé de Marta, ni ella me preguntó si vivía con mis padres o compartía piso. Tampoco yo quise saber quién era el hombre que la abrazaba en la fotografía que tenía pegada en la parte interior de la puerta del armario. Ella jamás me llamó por teléfono, puede que ni siquiera tuviera mi número, pero tampoco me decía que no las veces que conseguía localizarla y quería verla. Marta pasaba muchas noches en casa de sus padres, sobre todo cuando su padre se puso enfermo y su madre dejó de poder atenderle. Esas noches, en torno a las ocho, yo telefoneaba a Diana y le preguntaba si podía ir a verla. Conforme se acercaba el final de la semana, ella contestaba cada vez menos al teléfono pero formaba parte de esa ley no escrita el no preguntarle dónde o con quién había estado la noche anterior. Las veces que, borracho, olvidaba telefonearla y rondaba su casa de madrugada, solía ver una figura, a veces dos, a veces más, a través de las cortinas del salón, pero ninguna hacía ademán de levantarse cuando llamaba insistentemente al timbre. Tampoco ella contestaba al teléfono cuando yo estaba en su casa y poco a poco descubrí en ella esa costumbre de correr las cortinas cuando alguien entraba en casa, fuera verano o invierno, ganando solo un ápice de intimidad con esos velos translúcidos. Nunca íbamos al cine, ni de viaje, ni haciamos planes para vernos fuera de las paredes de aquel apartamento. Solo a veces, un poco borrachos, hambrientos después del sexo, nos deslizábamos hasta un bar de su calle donde a ella parecían conocerla y yo no recibía la más mínima atención. Otras veces, las menos, ella me recibía envuelta en un delantal y con el pelo recogido, con la mesa puesta y comida un tanto extraña en los platos. A veces percibía un deje en su habla que me decía que había nacido lejos de esa ciudad, quién sabe si en otro país, pero nunca me habló de ello, ni de dónde estaba su familia, si es que tenía, ni cuánto hacía que vivía en aquella casa que parecía tan deshabitada como el primer día la última vez que estuve ahí, casi cuatro años después de nuestro primer encuentro. Nuestras conversaciones siempre giraban en torno a algo que ella había escuchado o leído y parecía requerir mi opinión sobre el tema como si confiase ciegamente en ella, como si esperarse ser instruida o guiada, pero tiempo después, repasando palabra por palabra todas las conversaciones que recordaba, me di cuenta de que ella tan solo buscaba una confirmación, un aval de aquellas tesis que ya había planteado, de los juicios que de sobra había hecho, y que las concesiones que me hacía en esos pueriles debates de cama no eran más que un ejercicio de modestia que ella me regalaba, igual que me encendía los cigarros como si yo fuera un niño chico o un adolescente que se fuera a quemar con las cerillas.
El tiempo parecía no pasar para ella. Su pelo castaño me pareció siempre igual de largo y con el mismo corte y puedo afirmar que durante aquellos años no engordó un gramo, ni cambiaron de forma sus caderas, ni pareció variar un milímetro la forma de la línea que se pintaba en los párpados.
Nunca me dijo a qué se dedicaba. Dentro del dormitorio había una puerta, similar a la de una despensa o un vestidor, eternamente cerrada. Justo al lado de la puerta, en la pared, una mesa abatible. Una de las primeras noches que pasé en su casa, confundí esa puerta con la de un cuarto de baño que no parecía propio del viejo apartamento. A tientas busqué la luz y al encenderla contemplé montones de libros y papeles, viejos la mayoría de ellos, rigurosamente ordenados. Ella regresó al dormitorio y me encontró absorto contemplando ese orden perfecto que llenaba las paredes de ese pequeño cuarto, no más grande que un ascensor. «Trabajo», me dijo, y eso fue todo lo que se habló del tema.

viernes, 17 de octubre de 2014

Las fotos.

A veces miraba las fotos viejas, hechas todavía con una cámara analógica, las fotos de dos carretes enteros que reveló ella cuando todo había acabado.

Las hicieron con una cámara muy grande, prestada, y en casi ninguna aparecían juntos. Las que hizo ella salieron en su mayoría borrosas o desenfocadas, a contraluz o muy oscuras. Las que hizo él, con ella desprevenida, casi todo primeros planos, resultaban absurdas por tener ella un ojo más grande que otro y un par de mechones de pelo que siempre cruzaban su cara. Aun así, había un par aprovechables y cuatro o cinco que incluso eran bonitas y en las que salían guapos como dos bebés de cuatro meses o como dos gatitos en adopción. 

En una de las fotos, su favorita, aparecía él con los ojos entornados y la cabeza girada. No recordaba haberla hecho pero el edificio que él tenía detrás era sin duda el Palacio de Cristal, que encontraron cerrado cuando paseaban por el parque y empezó a llover. Ella se mojó los pies, de eso sí se acordaba, y de que cuando volvieron al hotel hicieron el amor en el balcón, mojándose, despreocupados y que al día siguiente el pelo les olía a lluvia pero no les importó porque fuera seguía lloviendo y ellos querían seguir jugando por Madrid.

Hicieron muchas fotos en la azotea del Círculo de Bellas Artes. El cielo estaba gris, a punto de estallar, y ellos hacían tiempo hasta que llegara la hora de volver a casa. Con la chaqueta abrochada y el pelo por la cara, ella fruncía el ceño mientras él le apuntaba con la cámara. 

viernes, 22 de agosto de 2014

Crónica de la retirada.

B me pide que escriba un poco cada día nuestra historia de fracasos y que poco a poco la vaya haciendo mía, solo mía, y así toque fondo y, desde el fondo, me impulse a la superficie y pueda nadar hasta la orilla. La caja de zapatos donde guardo esas cartas que nunca te envío no es tan grande como la que guarda los restos que dejaste en esta casa: el cepillo de dientes, tu camiseta, la primera parte de El Quijote. Pero a veces la caja desborda y aflora el recuerdo de tus rizos negros sobre la almohada y la tripa clara y los besos que sabían a enfermad y un sinfín de cosas más.

Este septiembre no volverán las cosas que siempre volvían con el otoño. El frío llegará con las manos en los bolsillos y no habrá guantes que las resguarden del frío. Tristemente, las hojas de los árboles caducos caerán y las de la agenda pasarán intactas, sin escribir en ellas "20h, banco de siempre". La salida de yoga quedará en el olvido junto a Delicias y sus fiestas, y pasarán las horas bajo las sábanas sin pies, ni manos frías, ni espaldas mojadas, ni labios secos, ni hígados enfermos.

Los fantasmas sí volarán lejos y dejarán de dar miedo lejos de la Selva Negra que era tu cabello. Los edificios viejos ya no guardarán secretos en sus baños de la última planta y la ausencia de respuestas, con el otoño, dejará de causar rabia, tristeza, angustia...

sábado, 31 de mayo de 2014

Mi teatro de hilo

Hoy me he tomado mi primer café solo. No es que me haya hecho mayor, es que las malas circunstancias me han convertido brevemente en un espectro de adultez. Una casa en la que no hay leche ni cama, una pareja que se rompe, otra que se forma, dos personas que entran juntas en un teatro, un amanecer de lana.

Anoche me regalaron mi propio teatro sin saber que hoy le diría adiós a otro. Un adiós para siempre, tajante y definitivo, forzado por las circunstancias. Ahora me agarro al teatro de hilo que será el último que me quede en el próximo curso. Qué extraño será ese momento. Qué extraño se ha vuelto todo en cuestión de minutos.


Los extraños, leía hoy, se convierten en el centro de tu vida a la misma velocidad que, aquel que fue el centro de tu vida, se convierte en un extraño.

Otra persona escuchará los mismos susurros, las mismas mentiras que yo escuché y recibirá los mismos aplausos, las mismas sonrisas, envuelta en las mismas telas y en las mismas sábanas y descalza os gritará desde lo alto.

Mientras, yo me afano a mi teatro de hilo, a mi nuevo teatro, el que es solo mío, en el que puedo vivir, en el que quiero vivir siempre, en el mejor teatro que ha existido y podrá existir jamás.