jueves, 11 de diciembre de 2014

El comienzo.

Nunca nos dijimos ni una sola mentira. Cuando la conocí no le hablé de Marta, ni ella me preguntó si vivía con mis padres o compartía piso. Tampoco yo quise saber quién era el hombre que la abrazaba en la fotografía que tenía pegada en la parte interior de la puerta del armario. Ella jamás me llamó por teléfono, puede que ni siquiera tuviera mi número, pero tampoco me decía que no las veces que conseguía localizarla y quería verla. Marta pasaba muchas noches en casa de sus padres, sobre todo cuando su padre se puso enfermo y su madre dejó de poder atenderle. Esas noches, en torno a las ocho, yo telefoneaba a Diana y le preguntaba si podía ir a verla. Conforme se acercaba el final de la semana, ella contestaba cada vez menos al teléfono pero formaba parte de esa ley no escrita el no preguntarle dónde o con quién había estado la noche anterior. Las veces que, borracho, olvidaba telefonearla y rondaba su casa de madrugada, solía ver una figura, a veces dos, a veces más, a través de las cortinas del salón, pero ninguna hacía ademán de levantarse cuando llamaba insistentemente al timbre. Tampoco ella contestaba al teléfono cuando yo estaba en su casa y poco a poco descubrí en ella esa costumbre de correr las cortinas cuando alguien entraba en casa, fuera verano o invierno, ganando solo un ápice de intimidad con esos velos translúcidos. Nunca íbamos al cine, ni de viaje, ni haciamos planes para vernos fuera de las paredes de aquel apartamento. Solo a veces, un poco borrachos, hambrientos después del sexo, nos deslizábamos hasta un bar de su calle donde a ella parecían conocerla y yo no recibía la más mínima atención. Otras veces, las menos, ella me recibía envuelta en un delantal y con el pelo recogido, con la mesa puesta y comida un tanto extraña en los platos. A veces percibía un deje en su habla que me decía que había nacido lejos de esa ciudad, quién sabe si en otro país, pero nunca me habló de ello, ni de dónde estaba su familia, si es que tenía, ni cuánto hacía que vivía en aquella casa que parecía tan deshabitada como el primer día la última vez que estuve ahí, casi cuatro años después de nuestro primer encuentro. Nuestras conversaciones siempre giraban en torno a algo que ella había escuchado o leído y parecía requerir mi opinión sobre el tema como si confiase ciegamente en ella, como si esperarse ser instruida o guiada, pero tiempo después, repasando palabra por palabra todas las conversaciones que recordaba, me di cuenta de que ella tan solo buscaba una confirmación, un aval de aquellas tesis que ya había planteado, de los juicios que de sobra había hecho, y que las concesiones que me hacía en esos pueriles debates de cama no eran más que un ejercicio de modestia que ella me regalaba, igual que me encendía los cigarros como si yo fuera un niño chico o un adolescente que se fuera a quemar con las cerillas.
El tiempo parecía no pasar para ella. Su pelo castaño me pareció siempre igual de largo y con el mismo corte y puedo afirmar que durante aquellos años no engordó un gramo, ni cambiaron de forma sus caderas, ni pareció variar un milímetro la forma de la línea que se pintaba en los párpados.
Nunca me dijo a qué se dedicaba. Dentro del dormitorio había una puerta, similar a la de una despensa o un vestidor, eternamente cerrada. Justo al lado de la puerta, en la pared, una mesa abatible. Una de las primeras noches que pasé en su casa, confundí esa puerta con la de un cuarto de baño que no parecía propio del viejo apartamento. A tientas busqué la luz y al encenderla contemplé montones de libros y papeles, viejos la mayoría de ellos, rigurosamente ordenados. Ella regresó al dormitorio y me encontró absorto contemplando ese orden perfecto que llenaba las paredes de ese pequeño cuarto, no más grande que un ascensor. «Trabajo», me dijo, y eso fue todo lo que se habló del tema.

martes, 2 de diciembre de 2014

El camino transolvido.

Ya no son tus brazos los que me protegen de la lluvia sino que es tu piel tersa atravesada por mil varillas metálicas. Ya no me oculto bajo las sábanas junto a ti si puedo protegerme bajo tu piel tersa impermeable. No huelo tu pelo antes de ir a dormir porque con él llené las fundas de mis almohadones y ahora duermo realmente entre las nubes de tu pelo. Y sí, es mejor así. Con tus camisetas viejas de algodón bueno limpio la encimera después de hacer el café y con las nuevas froto los cristales cuando tengo invitados y quito el polvo de mi mesilla de noche cuando alguno de ellos se va a quedar a dormir. Descubrí que la mejor forma de calentar mi casa es quemar las cartas y los libros y ya nadie se pregunta qué fue de ti si ya imaginan que he reutilizado tu herencia y lo que quedó de tu presencia cuando decidiste irte...