jueves, 31 de diciembre de 2015

El adiós

Vamos a ir despidiéndonos. Todo acaba, y no tiene sentido prolongarlo más. Cojámonos de la mano, inclinémonos y saludemos al público. Bañémonos en sus aplausos. Esta es la última función, hemos vuelto a darlo todo. Al mirar atrás veremos nuestro trabajo, nuestros progresos, nuestros triunfos y nuestros fracasos. Las caídas que salvamos y las que no. Las idas y venidas sobre las tablas y los nervios entre bambalinas. 

Al término del 2015 y sin poder dejar de evaluarlo, recordemos que al final todo ha salido bien. Salió bien el fin de carrera, Praga, el final de curso, Portugal, el verdadero fin de la carrera, el depósito, la defensa, el leísmo, los 22, París. Me dieron la "A" de filóloga y me quitaron miles de euros para seguir estudiando. Me quitaron la carpeta con todos los apuntes y me dieron... me dieron ganas de pegarme un tiro, pero lo superaremos. Habrá que relativizar. Me dieron la mano muy fuerte, muy fuerte la mayor parte del año, y seguirán dándomela el año que viene. Juntos caminamos a lo largo de muchos meses. Vi luchar a muchas mujeres a mi alrededor y el año que viene seguiremos luchando juntas, avanzando, yendo un poco más allá cada vez. 

En realidad, esta entrada tan sosa, tan pobre, no es solo para despedirme del 2015, sino también para despedirme de este espacio que, aunque ya estaba bastante muerto, necesitaba su sepultura y su adiós. Ha sido un bonito espacio en el que me he sentido bien mucho tiempo, pero del que ya es hora de despedirse, ahora que nos hacemos mayores.
Aun con todo, al final parece que todo acaba bien, o al menos mejor de lo que esperábamos cuando todo empezó.

Al terminar la función, entre aplausos, nos hemos cogido de la mano y hemos saludado, envolviéndonos en los aplausos y las sonrisas de los que nos miraban terminar. Cuando se han ido, hemos recogido todo. Esta era la última función. Dejamos abandonada parte de la escenografía y el atrezzo quedó olvidado en una bolsa, al fondo del armario, hasta la próxima temporada.

Julia

martes, 4 de agosto de 2015

El chico con el que me acuesto tiene una novia pelirroja.

La tiene desde hace tiempo, no es algo nuevo. Cuando le conocí no tardó en hablarme de ella. Cuando me agregó a sus contactos y me escribió por primera vez, en vez de una cara morena y con barba me asaltó un rostro pecoso, enmarcado en un precioso y lacio pelo naranja. Si hubiera sido castaña ni siquiera me habría llamado la atención, pero ahí estaba ella: mirándome con unos ojos de un color indescriptible desde una esquina de la pantalla mientras su novio me preguntaba si nos íbamos a ver en la Oasis.

Después de dos o tres cervezas, él me cogió de la cintura y me besó delante de mis amigos y de todos los fans de Standstill que allí había. Me pregunté qué sentido tenía estar pensando en ella si él no lo estaba haciendo. Le devolví el beso. Y después me separé de él sonriendo y mirándole a los ojos, que para nada eran tan bonitos como los de ella. Mientras yo pedía en la barra, su nariz jugaba con mi cuello y mi pelo y mi mano izquierda se introdujo en el bolsillo de sus vaqueros. Salimos de ahí dando tumbos, dos horas después, y tras buscar sin éxito alguna habitación de hotel, acabamos follando en un portal, intentando no hacer ruido. Después, él se fumó un porro y los dos nos reímos, también muy bajito, y volvimos a la Oasis a buscar mi chaqueta. Él se fue a casa, yo me quedé con mis amigos. Al día siguiente regresé a Madrid y de camino nos escribimos un par de mensajes cordiales, prometiéndonos volver a vernos en el próximo concierto que mereciera la pena.

La siguiente vez que fui a Zaragoza ni siquiera dormí en casa de Celia. Por la noche, me encontré con él en el Casco y ambos fingimos sorpresa, como si no supiésemos de sobra dónde buscarnos. Me fui sin despedirme de Celia y el resto del fin de semana lo pasamos en su casa follando. Esa casa desprendía femineidad desde que ponías un pie en ella y te asaltaba el olor a ambientador o a flores secas o a quién sabe qué fragancia. Por la mañana, mientras desayunábamos mirando los libros del salón le dije que era una casa muy bonita y él dijo que todo era gracias a Irene que tenía muy buen gusto y que a él lo que más le gustaba era el balcón y las plantas.

sábado, 4 de abril de 2015

La terraza.

Eran más de las doce del mediodía. Ella salió de la cama un poco antes que él. 

La noche anterior había hecho calor y cambiaron el sofá por unas cervezas y varias copas en un kiosko cercano a la casa de ella. Era 24 de abril, los bares cerraban más tarde y las terrazas volvían a tener sentido y ocupación. Con el estómago vacío, dos copas fueron suficientes para ella, que bebía y fumaba entre risas; tres para él, que intentaba apartar a los mosquitos que comenzaban a atacarle. 
El viernes era festivo. Los niños corrían entre las sillas de la terraza pasadas las doce de la noche y los padres, despreocupados, combinaban el gintonic y la chaqueta de punto. Nadie reparó en ellos, sentados en la mesa menos iluminada y en como los pies de ella, libres ya de las primeras sandalias, se apoyaban sobre las piernas de él y dejaban a la altura de sus ojos unas rodillas blancas y lisas, a excepción de una pequeña cicatriz en la izquierda. De vez en cuando sus piernas se estiraban y los pies le hacían cosquillas debajo de la camiseta blanca y dejaban a la vista, debajo de su falda, unas braguitas azul oscuro.
Cuando regresaron a su casa, la de ella, se persiguieron corriendo por las aceras ya vacías y se encontraban en portales ajenos para besarse apoyados contra la pared. Al entrar en su portal, los pies pasaron a ser manos debajo de la camiseta, ahora de ella, y los besos se convirtieron en mordiscos, y los dedos jugaban con elásticos azul oscuro y botones y cremalleras que se abrían al cruzar la puerta de casa.

Eran las doce y media cuando ella salió de la ducha. 

Encendió la radio de la cocina y cerró la puerta para no despertarle. Rodeada de platos sucios, tarareaba en voz baja una canción en inglés que había oído mil veces en el coche de él y que no le gustaba pero a la que se había acostumbrado, como al otro lado de la cama cuando perdía la guerra por el lado que ambos querían y al pan blanco en las comidas y a tener siempre dos cervezas en la nevera. Mientras la comida, para dos, crepitaba en el fuego, recogió los restos del día anterior y fregó los platos. Cuando terminó, un brazo le rodeó por la cintura antes de que pudiera darse la vuelta, otra mano le alcanzó un trapo y una boca le susurró al oído "qué bien huele" para después darle un beso en la boca y llevarla por los aires de vuelta la cama, todavía deshecha.

Era la una y veinte cuando ellos volvieron a la cama.