sábado, 4 de abril de 2015

La terraza.

Eran más de las doce del mediodía. Ella salió de la cama un poco antes que él. 

La noche anterior había hecho calor y cambiaron el sofá por unas cervezas y varias copas en un kiosko cercano a la casa de ella. Era 24 de abril, los bares cerraban más tarde y las terrazas volvían a tener sentido y ocupación. Con el estómago vacío, dos copas fueron suficientes para ella, que bebía y fumaba entre risas; tres para él, que intentaba apartar a los mosquitos que comenzaban a atacarle. 
El viernes era festivo. Los niños corrían entre las sillas de la terraza pasadas las doce de la noche y los padres, despreocupados, combinaban el gintonic y la chaqueta de punto. Nadie reparó en ellos, sentados en la mesa menos iluminada y en como los pies de ella, libres ya de las primeras sandalias, se apoyaban sobre las piernas de él y dejaban a la altura de sus ojos unas rodillas blancas y lisas, a excepción de una pequeña cicatriz en la izquierda. De vez en cuando sus piernas se estiraban y los pies le hacían cosquillas debajo de la camiseta blanca y dejaban a la vista, debajo de su falda, unas braguitas azul oscuro.
Cuando regresaron a su casa, la de ella, se persiguieron corriendo por las aceras ya vacías y se encontraban en portales ajenos para besarse apoyados contra la pared. Al entrar en su portal, los pies pasaron a ser manos debajo de la camiseta, ahora de ella, y los besos se convirtieron en mordiscos, y los dedos jugaban con elásticos azul oscuro y botones y cremalleras que se abrían al cruzar la puerta de casa.

Eran las doce y media cuando ella salió de la ducha. 

Encendió la radio de la cocina y cerró la puerta para no despertarle. Rodeada de platos sucios, tarareaba en voz baja una canción en inglés que había oído mil veces en el coche de él y que no le gustaba pero a la que se había acostumbrado, como al otro lado de la cama cuando perdía la guerra por el lado que ambos querían y al pan blanco en las comidas y a tener siempre dos cervezas en la nevera. Mientras la comida, para dos, crepitaba en el fuego, recogió los restos del día anterior y fregó los platos. Cuando terminó, un brazo le rodeó por la cintura antes de que pudiera darse la vuelta, otra mano le alcanzó un trapo y una boca le susurró al oído "qué bien huele" para después darle un beso en la boca y llevarla por los aires de vuelta la cama, todavía deshecha.

Era la una y veinte cuando ellos volvieron a la cama.

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