lunes, 23 de diciembre de 2013

Los silencios, los restos, las flores.

Siento que te pierdo en cada e s p a c i o 

en cada línea, en cada coma y en cada punto

y aparte.

Siento que te pierdo pero quién sabe si realmente te tengo,
                                                                                                                    te tenía, 
                                                                                                                                      te tuve.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Los posos del café



El otro día se rompió la última taza del juego de porcelana fina que compramos cuando te mudaste aquí. Fue un accidente. Simplemente se escurrió de mis manos mientras fregaba y chocó contra el suelo, estallando en mil pedazos a mis pies. Lo último que albergó fue té blanco «el té de los emperadores», me decías siempre. No dejé que aquel estropicio retrasase mi tarea. Seguí fregando sin mover un ápice los pies, como después de un gran salto a pies juntos, luchando por mantener un equilibrio roto en ese mismo instante. Acabé de fregar, colgué los guantes en el caño, limpié la encimera, me sequé las manos y miré hacia abajo. Dejé de respirar. El asa de la tacita estaba intacto, de una sola pieza, de pie: como un puente que une dos orillas sobre un riachuelo. Su cuerpo sin vida se reducía a escombros.
Me vino a la cabeza el recuerdo de tus padres, de tu hermano, de tus sobrinos. Volvió a mí el miedo que sentimos cuando atropellaron a Juan, el cachondeo cuando Ernesto se quedó calvo, tu nula capacidad para doblar calcetines y, por último, tú. 

Carlos escuchó un sollozo y desde el comedor me preguntó si todo estaba bien. «¿Ana? ¿Ana? ¿Necesitas ayuda?» Cuando recibió otro sollozo por respuesta, le oí plegar las hojas del periódico sin ningún cuidado: qué poco os parecéis en eso.

Me encontró inmóvil, con la mirada baja y la cabeza inclinada, casi entre mis brazos, que se apoyaban en la encimera. Sin mediar palabra, tiré al suelo el platito que completaba el juego, tragué saliva y me limpié las lágrimas con el dorso de la mano. Fingidamente recompuesta, salí de la cocina mientras Carlos cogía la escoba y el recogedor.

El suelo de la cocina crujió al pisarlo durante más de una eterna semana que pasé yendo y viniendo del cementerio.

Carlos se puso celoso de un muerto y me dejó al cabo de quince días. Yo no he vuelto a beber té y supongo que lo mejor sería mudarme.


Me darán la respuesta los posos del café, a partir de ahora.