domingo, 2 de septiembre de 2012

Sentirse Beatriz o de mi segundo amor platónico.



No tenía rastas, ni guitarra, pero sí un acento que me ponía los pelos de punta, o más bien un deje madrileño que lo hacía sonar todo diferente. Yo tampoco tenía ya mi recta melena negra: ahora era yo la de las rastas, las camisetas rasgadas y las ideas menos claras de lo que creía. Me enamoró con sus historias de un país no tan lejano, de un aquí y ahora, con una mirada de complicidad desde su juventud tardía, desde una distancia prudencial hacia lo desconocido, desde un rincón de Cádiz que pensé que le pertenecería a aquél que nunca llegó a ser. Me hizo sentir Beatriz sin saberlo, sin querer. Me enamoró desde la primera, la segunda, la tercera y la cuarta, las puntas, desde detrás de una barra y desde el asiento del conductor de un coche muy muy sucio, como las tablas, mis sábanas, la alfombra.
Me miraba desde la altura, las zapatillas de deporte, luego las puntas, luego descalza. Los pantalones estrechos, las camisetas cortas, el pelo cogido con un pañuelo. Probablemente el pelo más bonito que hayan visto nunca las calles de Madrid, de Londres y de ahí donde ella habite. Me miraba con confianza, con años de ventaja, con la conciencia tranquila y con un otro deje de amor por su parte, más por la mía, con la tranquilidad de quien crea algo y con la inquietud de ¿tal vez? estar yendo demasiado lejos, de quien enseña, de quien no llama, ¿para qué? tampoco le echo tanto de menos.
No tenía una sonrisa enorme, ni deslumbraba, ni irradiaba, ni te daba vida con solo mirarte. Pero sí la experiencia de quien sabe hacer, de quien cuida y de quien abraza sin tocarte. Fluía. A nivel suelo, tierra, aire, como ninguno de los demás supimos hacer. Moldeaba y te dejaba hacer, buscaba la trampa, la salida, el camino fácil.
Y después de un tiempo uno aprende que si es demasiado hasta el calorcito del sol quema y aprende que lo bonito es fácil, o que lo fácil es bonito. Que la preferencia por lo difícil no es más que un resto del amor adolescente o de la pertenencia infantil o de un sueño condenado al fracaso, que no gusta, sino cansa, abruma, pervierte y ahoga. Que, al final, ¿para qué?




Aquel tipo me gustaba. Habría podido acostarme con él y entonces probablemente no habría existido Cat, y quien sabe, quizá hubiera terminado por convertirme en una chica como tantas otras, femenina y heterosexual. (...) Su insistencia, su sentido del humor, su amabilidad habían conseguido conmoverme. Yo puedo amar a hombres y mujeres, no distingo entre sexos. Los niños van de azul, las niñas de rosa. Rosa es el color de los afectos, azul el de los uniformes de trabajo. Monos de mecánico, trajes de azafata. Azul. Corbatas de ejecutivo, bolígrafos para hacer cuentas. Rosa. Cubiertas de novela romántica y cajas de bombones. Los hombres son racionales y las mujeres sentimentales. Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos patucos rosas. Ya eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y coletitas. Cumples catorce. Tu primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los chicos en la parada del autobús. No corres los cien metros. No escuchas heavy metal. Ya eres una cretina. (...)
Cada delicado detalle de mi cuerpo puede ser interpretado o reinterpretado, según quiera ser mujer o persona. Mi vagina puede ser la puerta del placer o de la vida. Mis pechos, fuente de leche o puntos eróticos. Mi ombligo perforado puede ser un reclamo o la señal de una conexión futura entre mi vida y la de otro que dependerá de mí. Mi cuerpo, con un feto dentro, ¿estará pleno de vida o simplemente invadido, deformado y destruido? 
Beatriz y los cuerpos celestes, Lucía Etxebarría 


julia

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sigue así, bonita!

Lara dijo...

preciosa, te sigo desde ya! no sabía que tenias blog!