martes, 18 de septiembre de 2012

El día.

Volvió a ser el día, y como las reses van al matadero se levantó de la cama. Entre el sueño y la vigilia recorrió el pasillo fijándose en lo holgado que le quedaba el pijama negro reflejado en el espejo del recibidor. La taza de flores hacía juego con sus uñas y pensó en que, un día, hubo alguien que le regaló flores. Volvía a ser el día, llevaba tres minutos observando el café, cuatro cucharadas de azúcar, y parecía que no se iba a acabar nunca. Edulcorante, por favor. Que me anestesien un poco la vida. Solo hoy, por favor, lo prometo. Se fijó en el color del café. Era bonito. Oscuro, muy oscuro, sin ser negro. Le gustaban los dibujos, las ondas que iba haciendo la leche cuando se mezclaban; le gustaba la taza de flores como las que un día le regalaron.

Mientras, muchos kilómetros al sur, alguien pasa de puntillas por el día D sin saber que es el día, sonríe, agradece y celebra un poco más que cualquier otro, con cualquier otra. Probablemente conduzca, cante con la radio puesta, golpee el volante con las manos en los semáforos al ritmo de la música, lleve la ventanilla bajada. Probablemente se haya tomado el café sin azúcar, sin pensar, con prisa, para apurar el cigarro en la puerta de cualquier institución pública. Escribirá sin pensar la fecha en la parte superior derecha de la hoja en blanco de un cuaderno que apura su segunda vida y el día D pasará ahí abajo como un día cualquiera, sin billetes de bus, ni sorpresas, ni llamadas, ni azúcar en el café, ni flores.

Y mañana... Mañana sí que será un día duro.
julia

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