viernes, 16 de agosto de 2013

De la casa o las últimas consecuencias.

Para aguardar con calma
a que te crees tú misma cada día,
a que sorprendas todas las mañanas
la luz recién nacida con tu propia
luz, y corras
la cortina impalpable que separa
el sueño de la vida,
resucitándome con tu palabra,
Lázaro alegre,
yo,
mojado todavía
de sombras y pereza,
sorprendido y absorto
en la contemplación de todo aquello
que, en unión de mí mismo,
recuperas y salvas, mueves, dejas
abandonado cuando  -luego-  callas...
(Escucho tu silencio.
Oigo
constelaciones: existes.
Creo en ti.
Eres.
Me basta.
                                 Ángel González 

Si yo fuera Dios o si pudiese hilar hoy más de dos palabras, escribiría sobre lo trágico que esconde la casa de alguien que se ha ido y no se ha llevado nada consigo. De lo precipitado de contemplar la ausencia de vida -no solo de la persona, también de la casa- y de ver como las sábanas blancas van cubriendo primero a la persona, sin pararse en las orejas como cuando te arropan en invierno, sino también los ojos y la cara (y de cómo la tanatopraxia  ya no tiene gracia ni quiero ser una Fisher), y poco a poco las estanterías, las sillas los armarios, hasta convertirse en fantasmas o en cadáveres que ningún coche fúnebre se llevará jamás. De cómo las cosas no se perderán como los recuerdos porque nadie ya quiere quedárselas ni buscar en ellas tu reflejo ni tus huellas en el polvo que las cubre.

De cómo la última, y peor, consecuencia del consumismo es el qué hacer con las cosas de la persona muerta.

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