lunes, 8 de octubre de 2012

El día de P.

M. perdió a su marido. Cuando L. dio a luz, M. no pudo felicitarle porque estaba triste: acababa de perder a su marido.
En realidad, no era su marido. No llegaron a casarse. De hecho, cuando P. murió ya ni siquiera eran pareja. Pero para M., P. era, había sido su marido. Sus hijas habían sido también hijas de ella sin serlo; la casa de Boltaña era, más allá de lo que dijesen las escrituras, de los dos; las vacas que habían cuidado juntos durante tantos años se quedaban ahora huérfanas por partida doble.
P. estaba enfermo y M. prefirió no decir nada. L. no lo sabía ni supo qué decirle cuando se enteró. M. se excusó: "me enteré, pero no pude llamarte. Estaba triste." y a L. le pareció suficiente, más que suficiente, y pensó en ello antes de echarse a llorar cuando se rompió la cremallera de la bolsa de los pañales al intentar cerrarla estando demasiado llena.

Me acuerdo de camisetas a rayas y pendientes de perla y calefacciones que se encienden por primera vez, pero pienso en P., en el que era P. en realidad y, joder, cómo estar triste por algo que no sea eso.

He dicho.

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