jueves, 25 de septiembre de 2014

La mudanza.

Tengo las maletas hechas, los edredones en bolsas y un montón de cajas llenas de libros al lado de la puerta. Las paredes son ahora blancas y las postales y las láminas están listas para viajar. La despensa vacía y la nevera desenchufada, los platos envueltos en plástico de burbujas sobre la mesa verde de la cocina junto a los trapos limpios y los vasos apilados.


Todo está listo para que me vaya, las patas del somier plegadas y el colchón apoyado contra la pared. Solo tengo que quitarme el pijama, meterlo en la bolsa y esperar a que llegue el camión pero el único vestido que está fuera de la maleta tiene un tirante roto y no sé en qué caja están las agujas y el hilo. 



Hace ya dos semanas que empecé esta eterna mudanza. Vendí la tele y las dos camas pequeñas, tiré la ropa vieja e hice una lista de libros y los guardé en diferentes cajas según su autor. La ropa de invierno ya estaba guardada en cajas y conforme pasaban los días la casa se iba quedando vacía y yo cada vez era más consciente de que no ibas a volver, de que si me iba de esta casa se iba a perder mi rastro por si algún día querías encontrarme y que, entonces, ya no sabrías dónde buscarme, si es que alguna vez querías hacerlo. Quité las cortinas y mi nombre del buzón e hice todas las llamadas para que dieran de baja los contratos a mi nombre.



Ahora, estoy a punto de apagar las luces y cerrar la puerta con dos vueltas. Dejaré los dos juegos de llaves dentro del buzón y mañana, si te decidieses a volver a buscarme, solo encontrarías persianas bajadas y puertas cerradas, como en un día de lluvia cualquiera.

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