No grites a Ariadna, no, no pidas clemencia ahora porque tú has elegido ahogarte entre esos brazos y esas piernas largas como una hiedra venenosa que se enreda alrededor de tu cuello aunque sea yo quien se queda sin aire.
No son las hojas del otoño las que ahogan tu cuello: es la planta carnívora que tú elegiste cultivar la que ahora te abraza y me aparta y me vuelve a atar en la esquina a la que me habéis, los dos, relegado una y otra vez desde hace quién sabe cuánto tiempo. Tú, eres tú otra vez, entre rizos, entre gente, en tiendas de campaña, entre sudor, entre árboles, haciendo como que no me ve si no te toco y huyendo de mis brazos cuando los alargo hacia ti.
Nunca, nunca me cansaré de ti, ni tú de ella, de ellas, de otras. No son las hojas del otoño las que te ahogan, no, pero tampoco soy yo, no es Ariadna, es tu propia Dafne que se enreda como las ramas del laurel, como la hiedra venenosa que crece en una esquina húmeda.
No grites a Ariadna, ella solo te mira en silencio mientras tú la apartas.
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