Mis sábanas moradas tenían manchas que parecían constelaciones.
Me gustaban esas manchas que no salían en la lavadora, me recordaban las noches que pasé acompañada, y esos finos puntitos blancos distaban mucho de la horrible mancha amorfa que suele dejar el descuido, tal vez porque si algo caracterizaba esa vía láctea es que era fruto del más absoluto interés en su proceso, de una entrega total, de un desvivir por crear esa galaxia sobre mis sábanas o sobre mi vientre.
El jueves por la tarde hacía sol y aire. Tendí las sábanas balcón abajo, saltándome la normativa municipal, el sentido común y la ley no escrita de no dejarlas tendidas toda la noche. Me quedé dormida en el sofá, viendo cómo el viento las agitaba y cómo se movían mis sábanas siendo casi un maremoto de olas moradas.
El sábado por la tarde seguía haciendo aire pero ya no hacía sol y la sobrexcitación de la espera me recordó la existencia de mis sábanas, tendidas, frías y secas. Cuando salí al balcón, la sábanas ya no estaban. Tampoco en la calle ni en el portal, ni quedaba un solo rastro de ellas y de las constelaciones que albergaban.
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