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martes, 22 de abril de 2014
Como un alfil
«La madre de Julia había sabido lo que significaba que su marido tuviera una amante durante años y ella no estaba dispuesta a repetir la historia, aunque fuera desde el otro lado. Ninguna opción servía: ni permanecer siempre en la sombra ni salir a la luz a arrebatar lo que tampoco deseaba: no quería una vida en familia y la espantaba ser el motivo de una ruptura no anunciada. Por eso se había dado un año durante el cual arder sin importarle consumirse, pues sabía que ya no habría más. Sólo una vez vio a la esposa del Irlandés. El pelo muy negro, los ojos castaños rebosantes de luz, los movimientos seguros como si el centro de gravedad de su cuerpo pequeño estuviera en perfecta sintonía con la tierra. Fue en la fiesta de un conocido común. Helga la miró despacio, sospechaba, quizá sabía. Durante un instante, Julia soñó con una complicidad imposible: dirigirse a ella, contarle su plan: esto va a durar un año, faltan solo dos meses, no quiero robártelos, concédemelos, a ti te sobran, juro que luego desapareceré. Pero ¿en nombre de qué iba ella a dárselos? Julia devolvió la mirada a aquella mujer, una de las primeras ingenieras de comunicaciones que habían ocupado puestos significativos en la industria y que ahora estaba a cargo de la informática de Ferraz. Sabía que no debía acercarse a ella y no lo hizo. Si Helga le hubiera dicho algo quizá habría sido capaz de renunciar a los fuegos artificiales de las últimas semanas, la intensidad del adiós. Pero se mantuvo callada y durante mucho tiempo sus ojos permanecieron en el pensamiento de Julia. A veces cuando su cuerpo jugaba con el del Irlandés, veía esos ojos oscuros en las distintas esquinas de la habitación. Después del año aún había seguido sintiendo aquella mirada en diagonal, como un alfil.»
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