miércoles, 22 de enero de 2014

Rayas.

Consideré suficiente, cuando te perdí, retirar de mi vista todo lo que hubiese sido tuyo. También lo que compramos juntos, pero dejando las cosas que compraste para mí, los regalos que nos hicieron a los dos y, bien escondido, alguno de tus pijamas, la corbata granate que te compré a juego con mi vestido de apliques brillantes, el jersey gris. 

La psicóloga me dijo que no era suficiente: era necesario que «purgase» completamente mi entorno de tus recuerdos, si es que quería seguir en esta casa, otro gran error.

Al principio hice caso omiso. Pero poco a poco, pasado el shock inicial, descuidada ya de la atención que me brindaban cuando ocurrió, empecé a verte en todas partes.

Le pedí a mi hermana que, en mi ausencia, vaciase el rincón del armario que todavía te pertenecía. Desconozco qué hizo con todo eso y supongo que todavía no es el momento de preguntármelo. Le supliqué, también, que haciendo un alarde de imaginación se llevase todo lo que creía que podía recordarme a ti. 

Los dos sabemos que no es muy empática, pero tenía buena intención cuando se llevó todas las velas que tenía por casa: no sé en qué momento le contaría que tú fuiste el primero, el único que encendió una vela para mí en una noche romántica y supongo que adivinó que yo seguía haciéndolo por ti todas las noches. 

También cambió la orientación de la cama y puso un jarrón con flores de tela en el aparador. Quitó el polvo y hasta puso pilas nuevas a la radio. Hacía años que no me quedaba dormida escuchándola: me deshice de esa costumbre la primera vez que te quedaste a dormir y nunca hasta ahora había sentido la necesidad de retomarla. 

Fue más que suficiente, excesivo incluso. Y mi nueva casa dentro de la nuestra pareció acogerme amistosamente cuando esa noche me metí en nuestra reorientada cama. La ventana, entreabierta, sacudía las cortinas y la luz de las farolas entraba por los huecos que quedan entre las lamas de la persiana, proyectando rayas de luz y sombra sobre mis sábanas, la pared del armario, la puerta y el albornoz que colgaba detrás.

Rayas. 

El único juego de sábanas que trajiste cuando nos mudamos juntos, el único que tenías, era de rayas.

De rayas finas en tonos oscuros. Grises, azules, marrones, no lo recuerdo. Ni siquiera llegamos a usar esas sábanas: eran pequeñas para nuestra cama de 150cm. Las guardamos en el trastero, pensando en quién sabe qué oportunidad de utilizarlas. 

Solo conseguí conciliar el sueño en el sofá, varias horas después a pesar de haber bajado del todo las persianas. Tapada, eso sí, con una manta lisa.

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