Me vino a la cabeza el recuerdo de tus padres, de tu hermano, de tus sobrinos. Volvió a mí el miedo que sentimos cuando atropellaron a Juan, el cachondeo cuando Ernesto se quedó calvo, tu nula capacidad para doblar calcetines y, por último, tú.
Carlos escuchó un sollozo y desde el comedor me preguntó si todo estaba bien. «¿Ana? ¿Ana? ¿Necesitas ayuda?» Cuando recibió otro sollozo por respuesta, le oí plegar las hojas del periódico sin ningún cuidado: qué poco os parecéis en eso.
Me encontró inmóvil, con la mirada baja y la cabeza inclinada, casi entre mis brazos, que se apoyaban en la encimera. Sin mediar palabra, tiré al suelo el platito que completaba el juego, tragué saliva y me limpié las lágrimas con el dorso de la mano. Fingidamente recompuesta, salí de la cocina mientras Carlos cogía la escoba y el recogedor.
El suelo de la cocina crujió al pisarlo durante más de una eterna semana que pasé yendo y viniendo del cementerio.
Carlos se puso celoso de un muerto y me dejó al cabo de quince días. Yo no he vuelto a beber té y supongo que lo mejor sería mudarme.
Me darán la respuesta los posos del café, a partir de ahora.
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¿Tuyo?
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