Su primer día en París fue tan gris que no salieron de la cama. Durmieron todo el día y ni siquiera intercambiaron una palabra.
Al día siguiente, cuando él todavía dormía, ella acudió a una agencia de trabajo temporal que en ese momento sí tenía trabajo para una enfermera recién graduada con un nivel de francés fluido.
Su segundo, tercer, cuarto, quinto y sexto día en París los pasó cuidando ancianos en un centro de día.
Cuando volvía a la residencia, cansada, congelada, desangelada, le esperaba un sandwich de jamón york y queso, con mucha mantequilla, o sopa de sobre el mejor de los días.
Al séptimo día no descansó, sino que ocupó su día libre en visitar los pisos que él había buscado sin gran esfuerzo desde la habitación de la residencia.
El casero del primero tenía un aire a Gepetto, el padre de Pinocho, y les esperaba en la puerta de un edificio que parecía que se iba a caer en cualquier momento a las 9 de la mañana de un jueves extrañamente soleado de noviembre. Subieron los cinco pisos a pie. Él empezó a jadear en el tercer piso. Ella no lo hizo hasta el cuarto.
Un portón de madera les miraba desde el rincón más oscuro del rellano y cuando se abrió dejó ver un papel de pared de flores rosas que le encantó a ella, no tanto a él. Entrando, a la izquierda, estaba el cuarto de baño. Tenía una enorme bañera debajo de la ventana y el marco del espejo y las puertas de los armarios hacían juego como si se tratase de un baño pintado por Van Gogh. A la derecha aguardaba una cocina-comedor dividida por una barra junto a la que había dos taburetes: los únicos muebles que vestían aquella habitación. Al fondo, un balcón no muy amplio pero que al abrirse dejaba entrar tanta luz que iluminó las motas de polvo que flotaban en el aire. Del comedor surgía una escalera de madera que llevaba al segundo piso, compuesto únicamente por una habitación abuhardillada iluminada por un tragaluz. El somier, de matrimonio, no tenía patas, pues la escasa altura de la habitación no lo permitía. Al otro lado de la habitación, donde la altura del techo era mayor, había una estantería blanca, muy profunda, emulando a un armario sin puertas y en la moldura superior de ésta rezaba
«tout grand changement
commence avec un grand effort».
Entonces ella, completamente ajena a él, absorta en sus pensamientos, buscaba la parte más figurativa de esa frase. ¿Cuál de todos los que había hecho sería ese «gran esfuerzo»? ¿Dejar atrás todo lo que tenía en Madrid: sus amigos, su familia, su novio de toda la vida? ¿Rechazar la plaza que había obtenido, no sin gran esfuerzo, por fin, para comenzar Medicina? ¿Abandonar todas sus cosas en un trastero ajeno? ¿Cambiar su vida cuasiperfecta en Madrid por esa ciudad nueva, que escondía tantas cosas que probablemente ella no sería capaz de encontrar?
No dejó de pensar en esa frase hasta que estuvieron en la calle y él le dijo lo más importante sobre aquel piso, algo a lo que ella no había prestado atención hasta entonces: el precio.
Entonces comprendió que ese gran esfuerzo no era todo lo que había dejado atrás: era conseguir los 750€ que pedían por el piso más bonito que había visto jamás, más la fianza y las posteriores facturas, arreglos, comprar un sofá, estanterías, una mesa, varias sillas, una cafetera, platos, tazas, vasos, ollas y cazuelas, sartenes, un microondas y varias alfombras que vistiesen esa casa llegado diciembre.
En el siguiente piso que vieron la cama también estaba a ras de suelo, pero no tenía somier: ni con patas ni sin ellas. Estaba en el mismo comedor, pegada a un radiador y debajo de la ventana. La cocina, diminuta, tenía microondas y la ducha del cuarto de baño, aunque sucia, prometía dar cobijo a dos personas. Incluso había un felpudo en la entrada. El precio, muy inferior, podría ajustarse a su presupuesto pasando por alguna negociación poco lícita con un casero de aspecto mucho menos amable.
«Con un colchón nos basta...» tarareó él mientras firmaban el contrato.